Él lo desbarata todo. Lo desarma, lo rompe, lo abre, lo destapa, lo escarba. Lo hace para saber qué hay por dentro, cómo funciona, para qué sirve. Para darle gusto a la curiosidad o para darle una función diferente.
En el colegio lo conocen como un niño genio, un título que no le gusta. Pero sus compañeros le piden que les arregle el celular o el computador, y él lo hace, complacido, como si fuera un juego de adolescente.
Se llama Andrés Alejandro Ayala Chamorro, tiene 16 años y se acaba de graduar del colegio Champagnat de Ipiales (Nariño), la ciudad donde vive con sus padres y su hermana menor.
Y desde que tenía cuatro años, recuerda Yadi, su mamá, empezó a demostrar interés por los aparatos. Comenzó desbaratando los carros de control remoto y armando aviones, casas, edificios y barcos con fichas de juego tipo lego. Después fueron los videojuegos y más adelante los computadores.
A veces mejoraba su desempeño, o los dejaba igual. En otras los dañaba. A los 12 años abrió uno de sus carros, tomó todas las piezas, circuitos y armó un robot.
Hoy, gracias a ese ingenio de niño que fue cultivando de la mano con el estudio, está cerca de cumplir su sueño de estudiar ingeniería mecatrónica en la Universidad Autónoma de Occidente, en Cali, donde obtuvo una beca.
¿Y eso qué es?
Ni su mamá lo tiene claro. “Eso suena a una cosa muy complicada”, dice Yadi y mira a su hijo con amor y admiración a la vez. Más tarde dirá que es un joven con un carácter de acero, sencillo, noble y buena persona.
Es para comprender las ciencias y el mundo, para aplicar esos conocimientos y hacer cosas nuevas. Cómo funcionan los elementos químicos para armar una cámara fotográfica, por ejemplo”, responde como un experto.
En su casa no hace falta nada. No hay precariedades, pero nada está de sobra. Su padre es comerciante y su madre es profesora de español desempleada. Y estudió en un colegio privado porque su abuela, recién fallecida, quiso dejarle de herencia una buena educación. Sus padres, dice, no hubieran tenido cómo pagarlo.
Ellos, confiesa, son su gran respaldo. Ese bastón en el que se ha apoyado cuando ha tenido ganas de renunciar. O cuando se ha sentido diferente o extraño por tener gustos e intereses distintos al de la mayoría de los niños y jóvenes de su edad. Cuando se ha sentido el ‘ñoño’ del curso, todo porque, reconoce, es muy malo jugando fútbol. O porque no le gusta salir de fiesta ni tiene muchas habilidades sociales.
Una mente brillante
“No los critico, pero los demás no tienen ganas de preguntar cómo pasan las cosas o cómo funcionan”, reflexiona. Y aunque no critica, porque conoce muy bien los conceptos de respeto y diversidad, dice, no puede tener un celular y solo seguir el manual de instrucciones.
Tampoco tiene un computador solo para las tareas, jugar o navegar por internet.
“La gente, en general, no busca nuevas utilidades para las cosas ni explora su máximo desempeño”, dice con su marcado acento nariñense. Y aclara que no se trata de genialidad: para eso existe el universo de tutoriales de internet. Aunque reconoce que las mejoras que les hace a teléfonos o computadores son el producto de su mente y conocimientos.
Su máximo sueño es ser el dueño de una gran empresa que haga aparatos electrónicos que sirvan para las cosas cotidianas. “Le encargo un robot para que me ayude con el oficio de la casa”, se ríe la mamá. Él se imagina diseñando aparatos biomédicos que ayuden a las personas con discapacidad a ser más funcionales, prótesis renovadas o programas de computador para niños con problemas de aprendizaje.
Aunque siempre se ha enfocado en lo mental, en la lógica y la razón, últimamente ha intentado explorar el otro lado de su cerebro. “Ese que explora la sensibilidad, la frescura. Estoy buscando mi lado más relajado”, cuenta el muchacho y asegura que ya no se siente mal porque no lo invitan a jugar fútbol. También está explorando con la fotografía.
En esa lucha por desprenderse de los asuntos racionales ha encontrado, en la naturaleza que lo rodea, una inspiración. La mezcla perfecta entre el aparato, los árboles, los volcanes que bordean a Ipiales y uno de sus lugares favoritos: el Santuario de Nuestra Señora de las Lajas.
“Él es como un adulto en el cuerpo de un niño”, suelta la mamá. Él frunce el entrecejo y después sonríe. Está muy preocupado porque no sabe cómo va a hacer para vivir sin sus papás en Cali.
EL TIEMPO