Tuvieron que pasar veinte años para que Juan Pablo Montoya revelara los secretos más curiosos de su larga carrera, una de las más brillantes del automovilismo mundial. Una historia que empezó con una leyenda que se volvió mito –la hipoteca de la casa de sus padres– y que sumó episodios delirantes como un robo que sufrió por parte de la policía mexicana en el aeropuerto de Ciudad de México, un tabique roto en su primer test profesional, un tentador ofrecimiento del Rey Juan Carlos de España, las envidias de sus competidores, las intrigas y las traiciones de los constructores y hasta una borrachera –con karaoke incluido– con el más grande rival de su vida: Michael Schumacher. Aquí está un nuevo rostro de uno de los personajes más queridos y odiados de Colombia.
Por: Mauricio Silva Guzmán / Fotos: Pablo Salgado
La vertiginosa vida deportiva de Juan Pablo Montoya ha estado marcada por una leyenda –con tendencia al mito–, que se resume así: si no fuera porque don Pablo Montoya, su papá, no hipoteca su casa, el entonces muchachito no hubiera llegado a ser lo que fue. (Lea también: Juan Pablo Montoya, al desnudo con EL TIEMPO).
Como siempre sucede con la mitología urbana, esta historia también fue construida por un puñado de hechos asombrosos en los que el protagonista, un bogotano clase media, se convirtió en un ser extraordinario. En una especie de héroe moderno.
A finales de 1994, Juan Pablo Montoya era un hábil piloto de 19 años perfectamente desconocido en las altas esferas del automovilismo mundial. Su papá, un excorredor colombiano, estaba convencido de que, en sus manos –y en las de su hijo–, tenía a un futuro campeón mundial. Y decidió ir hasta las últimas consecuencias. Por aquellos días, el futuro astro corría en la categoría Barber Saab, de Estados Unidos, y, paralelamente, en la Fórmula N, de México, de la que acababa de salir campeón.
A su viejo, que entonces era su representante, tutor, mejor amigo y guía, le habían dicho personalidades de ambas competencias que ya era tiempo de que Juan Pablo se probara en Europa, específicamente en Inglaterra, donde se forja la élite del deporte motor. Pablo decidió dar el salto, rompió todas sus alcancías, hizo varias llamadas y logró arreglar una cita para que el equipo West Surrey Racing le hiciera una prueba a su hijo en la Fórmula 3, en la pista de Donington, en Inglaterra.
El día que padre e hijo salían de Ciudad de México, rumbo a Londres, padecieron el primero de varios accidentes: “La policía mexicana del aeropuerto del D.F., con un descaro que no volví a ver en mi vida, nos robó los pasaportes, los pasajes y la plata que teníamos encima, nos sacó las maletas a una puerta, nos puso literalmente en la calle y nos dio una moneda para hacer una llamada”, revela, veinte años después, el padre de Montoya. (Lea también: Hélio Castroneves, el fiel amigo de Juan Pablo Montoya).
La primera llamada que hicieron con esa moneda fue a los dueños del equipo que tenía Juan Pablo en México para que los rescataran. La segunda, a la gente del equipo West Surrey, con los que tenían la cita en Inglaterra: “…Por favor, aplácenos el test un par de días más mientras volvemos a sacar los pasaportes”. Pero no hubo poder humano. “Lo sentimos. No los podemos esperar”, les contestaron. El viejo, en un acto desesperado, llamó a otro equipo, el Fortec Motorsport, con el único fin de no perder los pasajes y el impulso. Milagrosamente, les dijeron: “Los esperamos en tres días”.
Setenta y dos horas después, agotados y angustiados, Pablo y Juan Pablo estaban en la pista de Donington Park, listos para el test. “Aquel día llovía y en la curva más complicada del circuito se hizo un charco en el que todos los pilotos paraban para evitar un accidente. Cuando Juan Pablo salió, se la jugó toda y no frenó en el charco; por el contrario, pisó a fondo. Y en la segunda vuelta hizo lo mismo, pero un poco más rápido. Y en la tercera, ya todos en la pista preguntaban quién era ese loco. “Y yo lo único que decía era: ‘Este muchachito se va a dar un guarapazo y, si se estrella, ¿yo cómo voy a pagar ese carro tan caro?’. Por fortuna no fue así y Juan Pablo hizo un tiempo excepcional –rememora su viejo–. Cuando terminó el test, oí que me llamaron por el parlante de la torre de control. Yo fui con el rabo entre las piernas pensando que algo terrible había hecho mi hijo. Y cuando entré al salón de los comandos, el ingeniero encargado de la pista, un tipo serísimo, me dijo: ‘Lo que le voy a decir no acostumbro decirlo. Usted tiene un piloto de excepción’. Me apretó la mano y nos fuimos con la esperanza de que nos contrataran”.
Días después, aprovechando que estaban sumergidos en ese viejo mundo del motor, padre e hijo decidieron solicitar otra cita, esta vez con el equipo de Jackie Stewart, leyenda mundial de la Fórmula 1. Y, de nuevo, milagrosamente, los aceptaron, pero para probarse en la fórmula Vauxhall, en el circuito de Silverstone.
Ya en la pista, cuando los ingenieros de esa escudería se dieron cuenta de que Juan Pablo era un hombre bajito (1,68 m), muy de afán le adaptaron el auto y le sacaron un poco más los pedales para que pudiera maniobrar. El arreglo no quedó bien y el bogotano, en la segunda vuelta de la prueba, se estrelló gravemente. “Si no saco las piernas, las pierdo”, recuerda hoy Juan Pablo. Incluso , de aquel accidente le quedó una severa desviación en el tabique que aún asoma. (Lea también: Montoya, Schumacher y Verstappen, los herederos de la velocidad).
Lo más cruel del asunto es que aquella tarde, en aquella pista, estaba un tal Darío Franchitti (quien después fuera su rival), que ya hacía parte de ese equipo y se burló de Montoya tras la desgracia: “Se estrelló y está buscando excusas”, vociferó.
Cuando ya les estaban cobrando el destrozo del auto a los Montoya, un ingeniero, luego de analizar la telemetría, entendió que un pedal había quedado suelto y aceptó la falla mecánica. Fue así como Paul Stewart –el hijo de Jackie– les dijo: “Está bien, no tienen que pagar el auto que acaban de estrellar”. De esa manera, cuando bajó la marea, Montoya papá le preguntó: “Ya sé que no van a contratar a mi hijo, pero, si quisiera correr con ustedes, ¿cuánto costaría el año?”. Stewart, impávido, le contestó: “330.000 libras esterlinas”.
Días después, el equipo de Stewart viajó a la pista de Donington para hacer sus propias pruebas. Fue así como aquel ingeniero de la torre de control que había felicitado a Pablo, les dijo: “Aquí vino un jovencito, creo que colombiano, de apellido Montoya. ¡Es un fenómeno! Vayan por él”. Y al otro día, el propio Jackie Stewart le mandó un fax a Pablo Montoya que decía: “Queremos que su hijo corra con nosotros. No tienen que pagar las 330.000 libras que les dijimos. Simplemente consigan 70.000 libras, eso sí, para la otra semana. Entonces él será nuestro piloto.
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