Yo soy un diamante en bruto, soy una lectora pedestre, una analfabeta”, solía decir de sí misma. Nada más alejada de la realidad: era otra de las calculadas argucias que pergeñó, a lo largo de las casi seis décadas durante las que construyó su agencia literaria, de las más potentes del mundo y que cambiaron para siempre la situación de inferioridad del escritor en el mercado editorial. Fue sin duda la artífice del boom literario latinoamericano, al proteger a entonces semidesconocidos como Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa para que se preocuparan solo por escribir. La apasionada, discreta y contradictoria Carmen Balcells tenía razón en una cosa: era dura como el diamante, lo que explica que estuviera hiperactiva y al frente de su imperio literario hasta la noche del domingo, cuando falleció a sus 85 años.
Todo lo que fue lo apuntaba ya de pequeña, mayor de cuatro hermanos criados en las curtidoras y áridas tierras de Santa Fe de Segarra (Lleida) donde nació en 1930, en una familia modesta, de un padre inculto pero de una inteligencia que heredó y de una madre refinada que la obligó a estudiar peritaje mercantil —se graduó llena de matrículas de honor en 1949— por si se arruinaban. Y así fue: trabajó de secretaria del gremio textil de Terrassa.
Una visita de un empresario brasileño que quería hallar un editor en portugués la llevó a conocer al rumano Vintila Horia, que tenía una agencia literaria en Madrid, ACER. Ella le haría la representación en Barcelona. Cuando el escritor ganó el Goncourt y se instaló en París (1960) se quedó con su cartera de autores y se instaló por su cuenta. La relación con el poeta Jaume Ferran le permitió ver la literatura por otro lado: la entonces seminal ventana de Seix Barral de los Carlos Barral, Josep Maria Castellet, Jaime Salinas y, sobre todo Joan Petit, “la persona de la que más aprendí en mi vida, junto, años después, con Nélida Piñón, vital para mi formación intelectual y para mi confianza”, confesaba.
El mito se forjó pronto: tras estudiar como una entomóloga el sector editorial, vio un campo prácticamente virgen si se ponía a defender los intereses de los escritores, en especial los de aquellos que creía que tenían valía literaria y no podían dedicar todas sus energías a ello por tener que preocuparse de cuestiones materiales. Así captaría a su último Nobel, Vargas Llosa: leyéndole, yendo a buscarle a Londres y ofreciéndole de su bolsillo (préstamo mediante) los 500 dólares que necesitaba mensualmente para dedicarse tan solo a escribir y a acabar una novela, que sería Conversación en la Catedral. Se ganó así una amistad de acero.
El escaso dominio del inglés la abocó a leer todo lo que pudo en castellano y en especial de escritores de América Latina, por donde en 1965 hizo un periplo contactando con la mayoría de los que conformarían el boom. Una mina. Ahí contactó con García Márquez, con unos inicios no muy prometedores: cuando, ufana, le dijo que le había conseguido un acuerdo con la norteamericana Harper & Row para que le publicara en inglés por 1.000 dólares, le espetó el autor colombiano: “Es un contrato de mierda”.
Lograrlo todo
Parecía conseguirlo todo: desde folios para que escribieran, a buscar colegios para sus hijos y organizar fiestas de aniversario pasando por buscar médicos especialistas o incluso adelantar un préstamo para que Ana Maria Matute pudiera comprarse un piso. Pero no solo era cuestión de factor humano: fue una pionera en su sector, implantando las cláusulas de cesión por tiempo limitado de derechos y dividiéndolos a partir de derechos electrónicos o por adaptaciones al cine o al teatro o televisión. Los editores la temían.
Lo podía controlar todo porque todo lo anotaba en unos ya míticos cuadernos de hojas amarillas cuadriculadas. Esa misma inquietud y afán la llevó a fundar en los setenta RBA, hoy una gran editorial. Luego optó por quedarse con su agencia y sus autores, haciendo de Mamá Grande, como la bautizaron parafraseando un libro de Gabo. Y creó una superagencia, que llegó a tener cuatro decenas de trabajadores. La nómina a los que ayudó supera el centenar de nombres, con seis premios Nobel entre ellos: García Márquez, Vargas Llosa, Cela, Miguel Ángel Asturias, Vicente Aleixandre y Neruda, y autores como Cortázar o Manuel Vázquez Montalbán. Ese catálogo fue su mayor gloria y, en estos últimos años, su pesadilla puesto que sobre él acecharon muchos competidores.