El mes pasado, en solo cinco días, tres niños murieron de hambre en La Guajira.
Pero el año pasado, en el mismo departamento, a los contratistas les pagaron 54.000 millones de pesos por suministrar la comida para los estudiantes de las escuelas más pobres. Sin embargo, y según pudo constatarlo el propio Ministerio de Educación, de todo ese dineral solo 6.600 millones se gastaron realmente en alimentación. ¿Adónde fueron a parar los otros 47.400 millones?
–En la comida de los niños guajiros se invierte plata suficiente como para que ninguno aguante hambre –me dice la ministra Gina Parody, con un acento de indignación.
Mientras vamos conversando, llego a la triste conclusión de que la comida para las escuelas públicas se ha convertido en el foco más pestilente de la corrupción en Colombia. Ese negocio maneja tanto dinero que terminó por volverse una “mafia política”, según la gráfica expresión de la propia Ministra. “Seguro que con esa plata se han elegido concejales, congresistas, alcaldes”.
En el año 2015, que es el más reciente, la Nación, departamentos y municipios gastaron 1,6 billones de pesos para pagar dichos suministros. Todavía no se sabe cuánto de esa suma se invirtió realmente en la alimentación escolar y cuánto fue lo que se robaron.
–Encontramos sitios en los que nos cobraban un vaso de leche por cada alumno, pero solo servían medio –me dice Víctor Saavedra, viceministro de Educación Escolar, Básica y Media.
Al oír semejantes episodios resolví zambullirme durante largos meses a bucear en esas aguas podridas. Investigué cifras, revisé contratos, examiné presupuestos. Me sentí mareado porque cada hallazgo era más hediondo que el anterior.
Una historia antigua
El Programa de Alimentación Escolar (PAE) comenzó en 1941, hace 75 años. Al principio el Gobierno Nacional les giraba plata a los gobiernos territoriales, y ellos contrataban directamente con organizaciones de beneficencia que servían la comida en las mismas instalaciones de las escuelas.
Las cosas marchaban normalmente, sin corrupciones ni escándalos, hasta que llegó el año de 1968, cuando se creó el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. La ley ordenó entregarle a ese organismo el manejo del programa.
Luego, a partir de 1979, un decreto autorizó al Bienestar Familiar para que contratara directamente el servicio de alimentación con fundaciones que se denominaban sin ánimo de lucro.
Cómo se descubrió el horror
Ese sistema duró hasta el 2013, cuando, por mandato de una nueva ley, el programa de comida escolar fue asumido por el Ministerio de Educación.
Quedó establecido que no solo la Nación, sino también las regiones, aportaran dinero para financiar el programa. Lo que se buscaba era crear una bolsa común. Ahí fue donde torció la puerca el rabo gracias a un suceso que sería cómico si no fuera una infamia terrible.
–La primera alarma se nos prendió el año pasado en el departamento de Córdoba –recuerda la ministra Parody–. Para nuestro asombro, nos mandaron decir que no necesitaban la plata de la Nación y que seguirían pagando su alimentación escolar ellos solos. Que gastáramos nuestro dinero en otra parte.
Semejante actitud causó desconcierto. Verdadero estupor. Jamás se había visto algo semejante: un gobierno regional rechazando dinero del Gobierno central. El Ministerio de Educación, naturalmente, se puso a investigar qué era lo que estaba pasando. Hasta que lo descubrieron.
–Lo cierto es que no quisieron recibir la plata del Ministerio para evitar los controles nacionales –me explica Parody–. Prefirieron rechazar nuestro aporte para poder sacarle el cuerpo a la vigilancia de la Contraloría General.
En ese momento se reventó el pastel.
El hambre financia elecciones
Eran los meses finales del 2014 cuando quedó al desnudo la monstruosa realidad. En numerosos lugares de Colombia, una parte sustancial de los presupuestos para alimentar a los estudiantes pobres se había usado para financiar las recientes campañas electorales, y eso venía ocurriendo desde hacía muchos años.
El caos era absoluto. Los contratos se adjudicaban sin licitación y se feriaban miles de millones. En algunos sitios se encontró que las licitaciones eran de un solo proponente (tal como ocurriría después con el episodio Isagén). Se descubrió que en un mismo departamento, y hasta en un mismo municipio, había varios contratos para una misma alimentación. Ciudades hubo en que tres o cuatro contratistas distintos se encontraban a la hora del almuerzo en la cocina de un colegio.
–La podredumbre era tan grande –agrega la Ministra– que un día, en Riohacha, llegaron dos raciones de almuerzo por cada alumno. Habían adjudicado dos contratos iguales a dos contratistas diferentes. Estaban pagando el doble a parientes de alguien o candidatos de alguien. Y, mientras tanto, en los pueblos remotos de La Guajira los niños se estaban muriendo de hambre.
Hasta los días festivos
Ocurrieron episodios francamente extravagantes. Para que autorizara el pago con su firma, en una ciudad del Caribe le pasaron al alcalde la cuenta de un contratista a destajo que cobraba 350 millones de pesos por un día de alimentación en las escuelas.
La factura decía que ese era el precio de la comida entregada el lunes 15 de octubre. En ese momento el alcalde sintió que algo le olía mal. Había un detalle que le daba vueltas en la cabeza, pero no podía precisarlo, hasta que, por fin, de tanto insistir, encontró la trampa: ese día no hubo clases porque fue puente festivo, para celebrar el Descubrimiento de América.
Estafas similares han aparecido por todo el país, lo que ha obligado a redoblar las visitas que hacen a las regiones las autoridades del Ministerio de Educación. Han tenido que incrementar las interventorías y la revisión de contratos.
Los mejores y los peores
El desbarajuste era tan grande que se habían dispersado las fuentes de financiación del programa alimenticio. La plata provenía de las regalías regionales, del Bienestar Familiar, de departamentos y municipios, del Ministerio de Educación. Sus orígenes se habían vuelto tan diversos que la podredumbre aprovechó, precisamente, ese revoltillo.
–Desde enero de este año –cuenta la ministra Parody–, amparándonos en las nuevas leyes, decretamos que en cada región hubiera una contratación única y unitaria, manejada por la Gobernación o por cada municipio, pero adjudicada a través de una licitación pública obligatoria. De inmediato, en el Cesar hicieron una licitación con un solo proponente.
–Hemos detectado tantas irregularidades –agrega el viceministro Saavedra– que ya le trasladamos a la Contraloría los casos más críticos: Santander, La Guajira y Córdoba.
Como todo, hay que decirlo, la justicia consiste en mencionar también a las regiones que manejan con mayor eficiencia y pulcritud esos dineros, que deberían ser sagrados. “Los mejores resultados”, responde la Ministra, “se producen en Antioquia y Huila. Los antioqueños crearon una dependencia especial para manejar el programa. Y en el Huila hay una coordinación eficaz entre departamento y municipios, lo que les permite contratar a precios más bajos y mantener una unión armónica”.
Epílogo
Ya los colombianos no sabemos qué es peor, si el desorden o la corrupción. La verdad es que el desorden administrativo es el pantano donde florece la mala hierba de la corrupción. Los saqueadores pelechan en medio del caos.
Finalmente, debo confesar ante ustedes que, a lo largo de la investigación para esta crónica, hubo momentos en que sentí ganas de ahorcar a más de uno. Es que quien le roba la comida a un niño pobre no tiene perdón de Dios.
Colombia se nos está desbaratando moralmente. Qué más se puede esperar de un país en el que los niños son violados, esclavizados, reclutados por bandas criminales o por grupos terroristas, y ahora les roban la comida, pero cada escándalo solo dura un día porque al día siguiente aparece otro peor. ¿Qué se ha hecho la justicia, dónde está la conciencia de Colombia, o es que aquí no hay castigo para nadie?
EL TIEMPO