Sábado, 23 de Noviembre del 2024
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Conclusiones del secuestro de Salud Hernández

Publicado el 31/05/16

Llego a El Tarra el miércoles (18 de mayo) por la mañana, en una tartana, por carreteras de tierra. El pueblo, enclavado en el Catatumbo, región selvática y montañosa, fronteriza con Venezuela, sobrevive del cultivo y procesamiento de coca. Lo encuentro alborotado por la desaparición de dos jornaleros. Sus familiares señalan al Ejército como los culpables. Bloquean las salidas para obligar a buscarlos.

Aunque hay policía, jamás abandonan su cuartel por temor a que los maten. Tampoco el batallón, situado a la salida de la localidad, impone autoridad alguna. El mando y control lo ejercen las Farc, el Eln y el Epl.

Jueves 19 de mayo

Concentración en la plaza de distintos movimientos sociales para concertar acciones que ayuden a dar con los dos ausentes. Miembros de las asociaciones campesinas Ascanca y Cisca me tildan de “periodista manipuladora” porque en el pasado escribí de sus nexos con Farc y Eln. Discutimos. Por la tarde intentan prohibirme hacer fotos y me recriminan que entrara a El Tarra sin permiso. Volvemos a discutir, casi a gritos. A la misma hora están velando a un chico de 22 años que asesinó el Epl ese día. Quería dejar las armas, volver a su hogar, y no lo permitieron. Nadie osa protestar por el crimen. La ley del silencio es la única garantía para seguir vivo.

Viernes

A las 7:45, en una calle solitaria, dos guerrilleros me obligan a subirme a su moto y parquean metros más adelante. Se presentan como integrantes del Eln. Preguntan por qué peleo con las asociaciones. Me quitan cámaras, grabadora, documentos, cuadernos, memorias USB etc. “Revisamos todo y esta tarde o mañana se lo devolvemos y de pronto puede hablar con el comandante. No puede salir de la plaza. Tenemos gente vigilándola”. Pienso en comunicarme con Bogotá, pero siempre siento ojos controlando. Hago una llamada rápida al diario EL TIEMPO, por temor a que puedan tomar represalias contra quien me preste el móvil, para advertir que no mandaré la columna. “El lunes les explico”.

Sábado

A mediodía se me acerca un chico. “Suba a esa moto con su equipaje. Le van a devolver lo suyo y sigue a Cúcuta (capital de Norte de Santander)”. Una hora más tarde llegamos al caserío Buenos Aires, sobre el río Catatumbo. Cambio dos veces más de moto. Sobre las 3 p. m. damos con el comandante.

“Se va a quedar unos días con nosotros. Me llevo lo suyo y ya le traemos ropa. ¿Qué número tiene para las botas?”. Protesto por el secuestro: “Es un error lo que hacen. Si usted me cita, yo vengo encantada, pero así solo conseguirá reproches. Fui idiota al fiarme de ustedes”.

Da media vuelta y me deja con dos hombres armados, en un bosque. Por la noche me trasladan a una cabaña con una cama. Ocho guerrilleros vigilan fuera. El comandante, que dice conocer mi trabajo, dedica unos minutos a hablarme de revolución, de abandono estatal, de multinacionales gringas que quieren chupar la sangre del Catatumbo.

“Secuestrar a una reportera es un error. No voy a cambiar de opinión frente al Eln”, digo. “No le veo sentido”.

“Haremos un gesto humanitario devolviéndola con el CICR”, responde. Quedo más perpleja.
Domingo

Temprano, me llevan a una casa de labriegos. “No converse con ellos”, advierten. Al caer la tarde salimos hacia el río. El comandante insiste en que harán una demostración de humanidad del Eln entregándome más adelante al CICR. “¿No será que me matan?”, pregunto. “No, la vamos a entregar”, insiste. Comenta uno de los artículos que ha leído en una de las memorias que me quitó. Es sobre alias Gabino, líder del Eln. “Dice usted cosas terribles sobre él”, opina. “Y eso que no ha leído ni la mitad”, contesto.

Quedo en manos de cuatro guerrilleros armados, dos de fusil y dos con pistolas 9 milímetros. Abordamos una lancha y surcamos el Catatumbo una hora. Pernoctamos en una casa abandonada.

Lunes

Escuchamos helicópteros por la tarde. Corremos a escondernos en uno de tantos sembradíos de coca que abundan en la región. Oscurece y a lomos de mula, que proporciona un miliciano, partimos. Tras un recorrido tortuoso de varias horas, por una trocha abierta entre abismos, arribamos a una casa solitaria. A las 2 de la mañana oigo helicópteros cerca. Salvo el de guardia, los tres guerrilleros que me vigilan duermen en hamacas. A las 3:55 a. m. me sorprende un despertador. La salida estaba prevista a las 4. Como trabajadores citadinos, apuran los últimos instantes de sueño antes de ponerse en pie y reanudar la marcha.

Martes

Llegamos a otro rancho abandonado. Deben entregarme a una comisión. Pero no hay nadie a la vista. Pasan las horas. Consigo entablar conversación. El más joven, de 16 años, tiene cara de crío.

“Si viene la plaga (Ejército) nos damos plomo”, reta, apretando su AK-47.

Su compañero, de 17 años, salió a un caserío de los alrededores, a comprar comida. Están muertos de hambre. Regresa con arroz, lentejas y pasta.

No conoce de guerras, sería la primera vez en enfrentarse al Ejército. “¿Qué harás si llegan muchos?”, quiero saber. “Ahí vemos”, indica.

El tercero está a punto de cumplir 20. Limpia a conciencia su pistola 9 milímetros.

El jefe del grupo, que ronda la treintena, pide que nos mantengamos bajo techo por el avión fantasma que surcó el cielo. “Reconozca que con esos tres jóvenes no podría defenderse”, le digo. Hace un gesto de resignación y se aleja.

Cae la noche y arriban tres subversivos montando mulas. Los cuatro guardianes respiran aliviados. Me entregan y desaparecen.

A ciegas, guiados por los animales, en silencio, cruzamos montañas con el nuevo grupo. Nos internamos en la selva hasta un punto en el que damos con un grupo de guerrilleros. Han preparado hamacas amarradas a los árboles bajo plásticos negros. “Ahí duerme usted”, y señalan una.

Miércoles

A las 3:30 de la madrugada recogen el campamento y me dejan con tres guardias bajo unos arbustos. Observo el ir y venir de un enjambre de guerrilleros. Ninguno quiere charlar conmigo. A última hora de la tarde, salimos los cuatro. Cruzamos un río y seguimos a pie hasta dar con tres motos. Nuevos carceleros. Recorremos un largo trecho y atravesamos a toda velocidad dos caseríos. Cambiamos a un todoterreno y luego a otro con platón.

Flanqueada por guerrilleros armados de fusiles, volamos al siguiente punto. Es noche cerrada, sin luna. Descendemos y caminamos deprisa hacia una casa de madera, habitada por una familia. Por las voces adivino dos niñas pequeñas, la menor con lengua de trapo, vivaracha y corretona, que debe estar muy consentida porque monta pataletas en cuanto le niegan algo; así como dos mujeres y un campesino.

Los guerrilleros me encierran en un cuarto con una colchoneta y un par de sillas de plástico. Antes de echar el candado, me ofrecen comida y café.

En la habitación contigua está encendido el televisor. Por el noticiero me entero del rapto de dos colegas que estaban en la zona para informar sobre mi secuestro, de los operativos militares para rescatarnos, y de las contradictorias versiones sobre lo que ha ocurrido.

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