Donald Trump lanzó anoche el mayor pulso de su presidencia. Tras ser humillado públicamente por los halcones de su partido, que amenazan con echar por tierra su reforma sanitaria, el presidente de Estados Unidos no pudo contenerse y ordenó proceder hoy a su votación en la Cámara de Representantes bajo la amenaza de dejar el sistema de su antecesor, el Obamacare, si no apoyaban su proyecto alternativo. Los radicales no contestaron al ultimátum. La aceptación de sus exigencias, basadas en una drástica limitación de las prestaciones sanitarias, llevaría al fracaso de la norma a su paso por el Senado.
La votación de la reforma sanitaria estaba prevista para la noche del jueves. Pero tuvo que ser aplazada por el rechazo de una treintena de ultraconservadores, agrupados en el Freedom Caucus. Su negativa, que impide la mayoría republicana, fue hecha pública tras una tensa reunión con Trump.
Enfrascado en un desesperado intento de sacar adelante un proyecto que él mismo ha enarbolado como su gran bandera, el presidente no ha logrado vencer las resistencias de los congresistas díscolos. Este fracaso, en quien se presenta a sí mismo como el gran negociador, no sólo ha dejado al descubierto su debilidad en la primera prueba parlamentaria sino que pone en la picota, en caso de que no prospere este viernes la votación, otros grandes proyectos suyos como la reforma fiscal, el plan de infraestructuras (un billón de dólares) y las leyes migratorias.
La demolición del Obamacare ha unido durante años a las huestes republicanas. Desde que en 2010 el presidente demócrata sacará adelante su proyecto, los conservadores lo han considerado un compendio de los males de la izquierda. Da igual que haya extendido la cobertura a 20 millones de personas o que haya puesto veto a la cruel práctica de las aseguradoras de rechazar o esquilmar a pacientes con dolencias previas. Para los republicanos el sistema desarrollado por Obama ataca la raíz de su ideología: amplia la burocracia federal, ahonda el déficit y acaba con la libertad de elección.
Trump, con instinto político, ha sabido monopolizar este malestar. En campaña y como presidente golpeó sin compasión la criatura de Obama y anunció que sería él y nadie más quien la sacrificaría. Y así lo hizo. A principios de marzo, cuando el líder republicano en la Cámara de Representantes, Paul Ryan, presentó el proyecto alternativo, el presidente se lo apropió políticamente. Tras el fracaso judicial de su veto migratorio y con las llamas del escándalo ruso cercándole, la reforma sanitaria se ha convertido en su gran válvula de escape. Y su primer examen parlamentario.
El proyecto apadrinado por Trump se define por eliminar la obligatoriedad del seguro médico, congelar el programa para los más desfavorecidos y poner fin al aparato impositivo que nutre la red asistencial. La deconstrucción es profunda pero no completa. Sigue prohibiendo a las aseguradoras rechazar a un paciente con enfermedades previas y da largos plazos para desmantelar la obra de su antecesor. El resultado es un híbrido que no satisface el ansia liquidacionista de los radicales pero tampoco cumple la promesa de Trump de garantizar la cobertura universal.
La Oficina Presupuestaria del Congreso, un organismo no partidista y cuyos estudios gozan de reconocimiento general, ha establecido que la aplicación del plan republicano supone dejar sin seguro médico a 14 millones de personas el año próximo y 24 millones en una década, lo que elevaría la población sin cobertura a 52 millones. También implicaría una subida de las pólizas del 15% al 20% para los dos próximos años. Todo ello ha sido desmentido por la Casa Blanca, que insiste en que nadie quedará sin asistencia, y que ha tomado como única referencia del estudio el ahorro que implica su proyecto: 337.000 millones de dólares en una década.
Para los radicales nada de esto vale. Su obsesión es que se abaraten los seguros médicos. Con este fin exigen que se eliminen las denominadas prestaciones sanitarias esenciales incluidas por ley en las pólizas y que comprenden la medicina preventiva, la atención de urgencias, la estancia hospitalaria, los cuidados mentales y la maternidad. Sólo si se retiran estos elementos están dispuestos a aceptar la reforma. La petición es prácticamente suicida. Como ha recordado Paul Ryan, si se acepta, la reforma nunca podrá superar el filtro del Senado, donde la mayoría republicana es exigua (52 contra 48) y los moderados ya han anunciado que rechazarían una ley deshuesada hasta tal punto.
Las negociaciones para superar el bloqueo son frenéticas. Trump, el vicepresidente Mike Pence y todas las fuerzas de la Casa Blanca intentan sacar adelante el proyecto. Pero los halcones, los últimos supervivientes del Tea Party, se han hecho fuertes en el no y están dispuestos a sacar tajada. El primer intento, que debía ser votado esta noche, ha sido postergado a mañana. Y puede volver a repetirse. El plazo corre hasta hoy. Si para entonces Trump no ha logrado que se apruebe su reforma sanitaria, habrá sufrido mucho más que un descalabro parlamentario.