Y Raúl Castro tomó la palabra. Un mes después del frenazo dado por Donald Trump al deshielo con La Habana, el octogenario dirigente cubano denunció ante la Asamblea Nacional la nueva política estadounidense y “el recrudecimiento del cerco unilateral”. En su andanada, el Primer Secretario usó la artillería habitual, pero como buen superviviente dejó una puerta abierta a la negociación de “los asuntos bilaterales pendientes”. “Cuba y los Estados Unidos pueden cooperar y vivir uno junto al otro, respetando las diferencias”, afirmó.
La respuesta del máximo dirigente cubano al desafío de Trump llega muy amortiguada. Tanto en el tiempo como en el tono. La Habana más que lanzarse a una escalada verbal con el volátil presidente de Estados Unidos, busca proteger los avances logrados durante el periodo de Barack Obama. Una decisión que responde posiblemente a una lectura atenta de la nueva política estadounidense.
El 16 de junio pasado, Trump se sumergió en el mundo del anticastrismo. En un esperado discurso en la Pequeña Habana, anunció su plan para Cuba. Fue una intervención destinada a contentar a sus seguidores y recompensar el apoyo electoral recibido. Para ello, empleó una retórica incendiaria, dio por terminado el proceso de apertura y puso en marcha medidas punitivas, como dificultar los viajes de particulares a la isla y prohibir cualquier relación comercial con el conglomerado militar (60% de la economía).
“Sabemos lo que pasa ahí y no lo olvidamos. Cuba debe legalizar los partidos, permitir elecciones supervisadas, liberar los presos y entregar a los fugitivos. Mientras no haya libertad, habrá restricciones”, dijo Trump en el simbólico Teatro Manuel Artime.
Fue un cambio notable, pero no total. Trump dejó con vida un buen puñado de medidas adoptadas por Obama. No cerró la Embajada de La Habana, tampoco prohibió los vuelos comerciales ni los cruceros y, sobre todo, mantuvo el permiso para los viajes familiares de los cubanoamericanos, piedra angular de las remesas y los negocios particulares en la isla.
Tras el inflamado mitin en la Pequeña Habana, la Administración Trump ha guardado silencio sobre Cuba. Trump no ha tocado el asunto en su Twitter y no se ha dictado ninguna medida nueva de alcance. Esta inacción no ha pasado inadvertida en Cuba.
En su intervención ante la Asamblea, el líder cubano dejó el litigio con Washington por detrás de asuntos locales y rememoró con tono positivo los días de Obama. “Diez gobiernos pasaron por el poder hasta que Obama, con el mismo propósito estratégico, cambió el rumbo el 17 de diciembre de 2014. Sobre la base del respeto, se restablecieron las relaciones diplomáticas y se avanzó en algunos temas de interés común. También se modificaron algunos aspectos limitados del bloqueo; demostrando que es posible convivir de manera civilizada a pesar de las profundas diferencias”, afirmó.
Establecida esta base, Castro, que se retirará de la presidencia en febrero próximo, atacó los lineamientos de Trump, pero sin cargar las tintas, o al menos con mucha más frialdad que el presidente de EEUU en la Pequeña Habana. “La Administración de Estados Unidos ha recrudecido el bloqueo al imponer nuevas restricciones a su empresariado para limitar las inversiones y los negocios, para evitar que viajen a Cuba los ciudadanos estadounidenses. Las medidas de Trump desconocen el apoyo mayoritario de sectores estadounidenses y de la mayoría de la migración y solo satisfacen a unos pocos en el sur de la Florida”.
Dicho lo cual, Castro pasó al punto nuclear y enfatizó que su voluntad de “seguir negociando los asuntos bilaterales pendientes”. “Cuba y los EEUU pueden cooperar y convivir respetando las diferencias”, remachó. El discurso, aparte de las habituales alusiones patrióticas, no trajo consigo ninguna medida. Solo palabras y una señal de entendimiento. La puerta quedó entreabierta. En manos de Trump está la respuesta.