Durante los eclipses totales de Sol se puede ver la atmósfera de la estrella, que encierra un enigma físico que nadie ha conseguido explicar. En 1869, durante una ocultación del astro por la Luna, se observó una línea espectral de color verde que no correspondía a ningún elemento químico conocido y que fue bautizado coronio, pues estaba en la corona, la atmósfera del Sol. Setenta años después se aclaró que ese elemento era en realidad hierro, pero para tener ese color debía estar unas 200 veces más caliente que la superficie de la estrella, algo aparentemente imposible.
El artefacto va protegido con un escudo térmico de carbono que alcanzará los 1.400 grados
“Una llama de fuego está más caliente cuanto más te acercas a ella, pero en el Sol pasa justo lo contrario, la corona está a un millón de grados mientras la superficie del Sol está a apenas 6.000, es algo contra natura y hasta que no vayamos allí no sabremos cómo es posible”, explica David Lario, un astrofísico de Badalona que forma parte del equipo científico de la Sonda Solar Parker de la NASA. Esta nave diseñada por el Laboratorio de Física aplicada de la Universidad Johns Hopkins (EE UU), en la que trabaja Lario, será la que más se acerque a una estrella. Llegará a unos 6 millones de kilómetros del Sol, cuando la Tierra está a 150 millones de kilómetros.
La nave de la NASA, con un coste de 1.200 millones de euros, va protegida por un escudo térmico de carbono de 12 centímetros de grosor que alcanzará temperaturas de 1.400 grados, cerca del punto de fusión del hierro. Al otro lado de la coraza, un sistema de refrigeración mantendrá el equipo electrónico a unos 30 grados. Los cuatro instrumentos científicos a bordo de la nave estudiarán los electrones, los núcleos atómicos cargados, los protones y los átomos de helio de la corona solar así como los campos magnéticos que genera el astro para aclarar el origen del viento solar y poder predecir tormentas solares peligrosas para la Tierra.
La nave también es la primera de la historia que lleva el nombre de una persona viva. En 1958 el físico estadounidense Eugene Parker predijo la existencia del viento solar, una corriente de núcleos atómicos, electrones y otras partículas que viajan por el Sistema Solar a unos tres millones de kilómetros por hora. La propuesta encontró mucho rechazo de otros expertos hasta que la confirmó en 1962 la primera sonda interplanetaria, la Mariner II que exploró Venus.
Desde entonces se han observado fulguraciones que provocan tormentas solares en la Tierra y pueden interrumpir la comunicación por satélite, radio e incluso tumbar el servicio eléctrico. Parker también teorizó que en la superficie de la estrella se producen nanofulguraciones, explosiones de menor magnitud imposibles de observar desde la Tierra que impulsan los núcleos atómicos y los electrones del plasma solar hasta las capas exteriores de su atmósfera y que explicarían las diferencias de temperatura entre la corona y la superficie del Sol.
Otra posibilidad es que las altas temperaturas se generen debido a las fluctuaciones de los campos magnéticos que conectan la superficie del astro con las capas altas de la corona por los que ascienden las partículas cada vez con mayor energía y temperatura. “La sonda solar va a una región espacial que nunca se ha explorado antes”, ha dicho Parker, que ahora tiene 91 años, en una nota difundida por la Universidad de Chicago, de la que es profesor emérito, y ha añadido: “Estoy seguro de que habrá sorpresas. Siempre las hay”.
La Parker tiene previsto despegar el 11 de agosto desde Cabo Cañaveral. Alcanzará su órbita en torno al Sol el 1 de noviembre. La fuerza de gravedad de la estrella, casi 30 veces mayor que la de la Tierra, acelerará la nave hasta los 200 kilómetros por segundo, la mayor velocidad jamás alcanzada por un artefacto espacial. En sus primeras siete órbitas la Parker usará el empuje de Venus para frenar e ir cerrando su órbita en torno al astro dentro de una misión en la que hará 24 revoluciones en torno al astro y que durará hasta 2025, aunque su funcionamiento podrá extenderse más allá mientras funcionen dos componentes claves: los paneles solares y los propulsores que se encargan de que el escudo térmico dé siempre la cara al Sol. Cuando se agote el combustible la sonda podría quedar desprotegida y derretirse sin producir llamas, pues no hay oxígeno en la atmósfera del Sol.
“Vivir al lado de una estrella tiene sus riesgos y es una obligación de la sociedad estudiarla y conocer sus secretos”, comenta Javier Rodríguez-Pacheco, investigador principal del detector de partículas energéticas, uno de los 10 instrumentos de la sonda Solar Orbiter (SolO) de la Agencia Espacial Europea cuyo lanzamiento está previsto para 2020. “Gracias a Solar Orbiter y Parker tendremos por primera vez una especie de película de lo que sucede en la totalidad de nuestra estrella y podremos hacer predicciones mucho más precisas sobre su comportamiento y de cómo afecta a toda la heliosfera [la región bajo la influencia del viento solar y el campo magnético del Sol]”.
La nave europea llegará a 42 millones de kilómetros el Sol y será la primera en estudiar sus regiones polares, invisibles desde la Tierra por el plano en el que se encuentra, y que son claves para entender los ciclos solares de actividad magnética que suelen medirse por el número de manchas que aparecen en la superficie de la estrella. Cada ciclo solar dura unos 11 años y los dos últimos han tenido una intensidad menor que los anteriores. “Con los modelos y observaciones de los que disponemos hoy en día, nos es imposible predecir si esta disminución continuará en los próximos ciclos, pudiendo aparecer una pequeña Edad de Hielo como la que hubo entre los años 1645-1715 y que en su momento más frío coincidió con una desaparición de las manchas solares, o si por el contrario la intensidad se repondrá y todo volverá a la normalidad”, resalta Rodríguez-Pacheco, catedrático de la Universidad de Alcalá de Henares.