Los llaman los A porque, menos la madre, todos los miembros de la familia comparten las primeras dos letras del nombre. Alexander Jesús González (42 años), Floricia González (37) y sus siete hijos Alexandra (17), Alejandra (15), Alexander (12), Alexaida (10), Alber (5), Albis (3) y Alexo (1) están muy unidos, más allá de sus iniciales. Son indígenas wayúus llegados a La Guajira, en el extremo noreste de Colombia, para huir de la crisis política, económica y social que asola su país, Venezuela.
Un cartel desteñido por el sol da la bienvenida a Uribia, “la capital indígena de Colombia”. Aunque sople el aire, el calor no da tregua en una región en la que prevalece el clima desértico. El trapicheo de gasolina que llega desde la cercana frontera con Venezuela está presente en todas las esquinas, sin necesidad de ocultarse.
La Guajira, una región que se caracteriza por extrema pobreza y que acoge a 138.000 venezolanos, está habitada por cerca de 300.000 wayúus. Los miembros de esta etnia viven a caballo entre Venezuela y Colombia y pueden desplazarse de un lado a otro sin necesidad de autorizaciones. Se trata de una comunidad pobre, que generalmente se gana la vida con el cuidado animal y que está muy dispersa en el territorio.
“Lo que podría parecer el mayor obstáculo para su desarrollo es el entorno, que es muy árido, pero ellos no lo perciben como hostil”, explica Hernán Arias, gerente de programa de Aldeas Infantiles SOS en La Guajira, una ONG que trabaja con alrededor de 600 niños vulnerables de la región. “Están acostumbrados a las asperezas del clima y a tener que andar horas para obtener agua, pero los índices de malnutrición en esta zona están entre los más elevados del país”. Cerca del 82% de los niños menores de cinco años está afectado en algún grado por este problema, según Acción Contra el Hambre. “Hay wayúus que ya eran precarios antes de la crisis venezolana y que ahora lo son aún más”, añade Arias.
Alexander Jesús González, el padre de la Familia A, trabajaba como albañil en Maracaibo, pero la empresa que le contrataba cerró. Se fue a otra y pasó lo mismo. De repente ya no era tan fácil pasar de un contrato a otro. Así que empezó a ir y venir de Colombia en el verano de 2014, hasta que decidió mudarse definitivamente, aunque eso significara detrás atrás a su familia durante un tiempo. “Esto es fuerte. Llevo un rato aquí, pero todavía no me acostumbro”, dice.
“Fue difícil quedarme sola con los niños”, admite su esposa. La tienda de ropa en la que trabajaba también echó el cerrojo. “La comida empezaba a escasear, no había pañales ni leche. Mi hijo pequeño no dejaba de bajar de peso, le veía desnutrido. Estaba horrible, demasiado flaco”.
Floricia González no sabía de dónde sacar el dinero necesario para llegar hasta Colombia, pero no le quedaban dudas: tenía que marcharse. Primero fue la licuadora, luego fue el turno de la tele, la máquina de coser… Poco a poco tuvieron que deshacerse de todas sus pertenencias. Estuvieron andando cuatro días, durante los cuales su bebé alternaba vómito con diarrea.
Alejandra, de 15 años, se pasó todo el camino llorando. “Nunca había salido de Maracaibo. Antes de venir, pensaba que Colombia fuera como Venezuela, pero me estrellé”, recuerda. Su padre ahora trabaja de manera esporádica en la construcción, pero, incluso así, les cuesta tirar adelante. “A veces no me pagan porque soy venezolano. Entre wayúus aquí tampoco nos ayudamos, cada uno ya tiene bastante con defenderse”, asegura Alexander González.
En Uribia, comparten una casa con el suelo de cemento con otra familia. Duermen todos juntos en un cuarto sin ventilador, sin televisor, ni otros electrodomésticos. No pagan alquiler, pero, a cambio, los dueños del piso pueden quedarse allí cuando quieran. Se trata de una familia que va y viene de Venezuela. Cuando llegan, algo que puede ocurrir también un par de veces por semana o en el corazón de la noche, los A tienen que irse a dormir al porche. “En algún momento, se acabarán mudando definitivamente a Colombia. Ya veremos qué hacer entonces”, suspira el padre.
Cuando llegó a Colombia, Alejandra tuvo que retroceder un par de años en el nuevo sistema escolar. Lo mismo le pasó a su hermana, Alexandra, que estaba a punto de acabar el instituto. “Hacemos todo lo posible, pero no tenemos para comer, mucho menos para comprar agua. Y en la escuela nos piden cuatro uniformes”, cuenta la menor. “Cuando entramos en el aula, se quedaron mirándonos como si fuéramos extraterrestres. Ahora va mejor, pero siguen burlándose de nosotras y nos insultan a veces”, confiesa mientras le brotan las lágrimas. “Me siento muy triste y espero que podamos regresar. Echamos de menos nuestro hogar, compartir con los familiares, la mata, los mangos, el agüita todo el tiempo…”.
Las opciones de ocio en el barrio son muy pocas. Antes, las dos hermanas pasaban todo el tiempo libre tumbadas, sin nada que hacer. Hoy participan en las actividades que Aldeas Infantiles SOS —que ha apoyado la logística para la realización de este reportaje— organiza en la ciudad.
Los A sienten rabia cuando se ponen en duda las dificultades que están viviendo los venezolanos. “Si eso no estuviera pasando, ¿qué iba a hacer yo aquí? ¿Iba a dejar mi casa para vivir así?”, pregunta la madre. “No nos pueden deportar porque somos wayúus, pero siempre vamos con la documentación en el bolsillo, por si las moscas”, agrega su esposo. “Antes nos respetaban, pero ahora hemos escuchado casos de palizas. Te paran y te hacen preguntas en wayuunaiki —el idioma de esta comunidad indígena—. Si no lo hablas, te deportan. Vivimos con el miedo”.