Decenas de terroristas a bordo de pickups y motocicletas se abalanzaron el pasado jueves, sobre el mediodía, sobre el campamento militar de Chinegódar, en Níger. La refriega acabó con 166 muertos, 89 soldados nigerianos y 77 asaltantes, lo que le convierte en el peor ataque yihadista sufrido por este país en toda su historia. Este episodio no es sino el sangriento epílogo del año más mortífero vivido en el Sahel occidental desde el comienzo de la crisis en 2012. Según los datos compilados por International Crisis Group (ICG), en 2019 fueron asesinadas 4.779 personas en Malí, Níger y Burkina Faso, un 86% más que en 2018. La violencia yihadista y los asesinatos extrajudiciales de civiles por parte de milicias y unidades paramilitares se extienden por la región.
Cuando los rebeldes tuaregs del norte de Malí se alzaron en armas en enero de 2012 con el objetivo de crear un Estado independiente, nadie podía prever que ocho años más tarde toda la región estaría sacudida por una violencia que se ha cobrado nada menos que 12.824 vidas en este periodo. Su alianza de circunstancias con tres grupos terroristas que operaban en la zona, Ansar Dine, Al Qaeda del Magreb Islámico (AQMI) y el Movimiento por la Unicidad de la Yihad en África Occidental (Muyao), desencadenó un conflicto que ni las sucesivas operaciones militares francesas (Serval y Barkhane) ni la creación del G5 del Sahel, la infradotada fuerza compuesta por los Ejércitos de Níger, Chad, Mauritania, Burkina Faso y Malí, han sido capaces de frenar. Ante el incremento de los ataques yihadistas, el presidente francés, Emmanuel Macron, reúne este lunes a los presidentes de esos cinco países en una cumbre en Pau (suroeste de Francia) para abordar el tema.
En paralelo al incremento de ataques y muertes, un creciente sentimiento antifrancés se extiende por la región a lomos de grupos que se definen como anticolonialistas. Si en 2013 los efectivos galos de la Operación Serval fueron recibidos como héroes en las calles de Gao y Tombuctú, en la actualidad su presencia es cada vez más contestada. En las manifestaciones antigubernamentales de Bamako se corean eslóganes contra “el ejército de ocupación” y en Uagadugú (Burkina Faso) los movimientos ciudadanos no ocultan su malestar por las intervenciones militares de Barkhane, que recorre las carreteras del norte del país en búsqueda de presuntos terroristas sin ningún impedimento.
Precisamente Burkina Faso es el mejor ejemplo de la situación. En 2019 se convirtió en el cuarto país africano en número de víctimas por la violencia, pasando de 303 personas asesinadas en 2018 a 2.189 el año pasado, solo un pasito por detrás de conflictos tan consolidados como los de Nigeria, Somalia y la República Democrática del Congo y por delante de Libia, según el ICG. Burkina Faso ha superado incluso a Malí (1.870 muertos en 2019) y a Níger (720 víctimas mortales). Lo más preocupante es la tendencia. Diciembre del año pasado fue el mes con más asesinatos en ataques terroristas en los tres países, entre los que destaca la ofensiva yihadista contra el cuartel nigerino de Inates, que costó la vida a 71 soldados.
Además de Diffa, en el extremo este de Níger, donde Boko Haram continúa activo, la llamada zona de las tres fronteras es, hoy en día, el principal epicentro de esta violencia. Desde las regiones malienses de Mopti y Gao, la presencia yihadista se ha extendido a las regiones de Sahel, Centro-Norte, Este y Norte (Burkina Faso) y a Tilaberi, en el oeste nigerino. Es aquí, en las enormes extensiones sahelianas, donde tres grupos terroristas se mueven como pez en el agua apoyados en la porosidad de las fronteras, la incapacidad de ejércitos en franca retirada y el malestar, en ocasiones convertido en complicidad con los radicales, de comunidades sumidas en la pobreza y abandonadas a su suerte que también sufren la violenta represión del Estado.
En el lado maliense de la frontera el más activo es el Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM, según sus siglas en árabe), la coalición terrorista resultante de la unión de Al Murabitún de Mojtar Belmojtar (conocido como Mr. Marlboro o El Tuerto), Ansar Dine liderado por el tuareg Iyad Ag Ghali y el Frente de Liberación de Macina del predicador fulani Amadou Koufa. El JNIM mantiene vínculos con Al Qaeda. En 2016 surge en el norte de Burkina Faso Ansarul Islam, conducido entonces por Malam Dicko y en la actualidad se cree que por su hermano Jafar Dicko tras la muerte del primero. Finalmente, está el Estado Islámico del Gran Sahara (EIGS) a las órdenes de Abu Walid Al Saharaui, responsable de los principales ataques en Níger pero también con capacidad de golpear en los otros dos países.
Frente a ellos, además de los ejércitos nacionales, la Operación Barkhane francesa, la más nutrida de todas las que mantiene este país en el exterior, cuenta con unos 4.500 efectivos en el terreno. A ellos se han unido un destacamento británico con 100 militares y tres helicópteros y 70 soldados y otros dos helicópteros daneses, informa AFP. Como fuerza de paz, la ONU mantiene unos 15.000 cascos azules en Malí, procedentes de países como Chad, Bangladesh, Burkina Faso, Senegal, Egipto, Togo, Níger, China o Alemania, que sufren el constante hostigamiento de grupos armados que le han provocado unas 200 bajas.
El G5 del Sahel nació en noviembre de 2015 con la intención de desplegar unos 5.000 soldados sobre el terreno, pero está operativo desde 2017, no ha llegado a esa cifra y tiene problemas de financiación, pues de los 400 millones de euros previstos solo ha recibido 300 el pasado año. Además, sus tropas han sido acusadas de violaciones de Derechos Humanos en Malí, en concreto contra la comunidad fulani. Finalmente, está la misión europea de formación del Ejército maliense y del G5, la EUTM, que cuenta con algo más de 600 soldados y es la única en la que participa España, aunque sin entrar en combate.