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¿Quién es inmune al coronavirus?

Publicado el 20/04/20

Entre las muchas incertidumbres que quedan sobre la COVID-19 está la de cómo responde el sistema inmunitario humano a la infección y lo que eso significa para la propagación de la enfermedad. La inmunidad después de cualquier infección puede variar de total y para toda la vida a casi inexistente. Hasta ahora, sin embargo, solo se dispone de los primeros indicios de datos sobre la inmunidad al SARS-CoV-2, el coronavirus que causa la enfermedad COVID-19.

¿Qué pueden hacer los científicos y los responsables de la toma de decisiones que dependen de la ciencia para informar las políticas en una situación así? La mejor estrategia es construir un modelo conceptual —un conjunto de supuestos sobre cómo podría funcionar la inmunidad— basado en los conocimientos actuales del sistema inmunitario y en la información sobre los virus relacionados, y luego identificar cómo cada aspecto de ese modelo podría ser erróneo, cómo se sabría y cuáles serían las implicaciones. A continuación, los científicos deberían ponerse a trabajar para mejorar esta comprensión mediante la observación y la experimentación.

El escenario ideal —una vez infectada, una persona es completamente inmune de por vida— es correcto para una serie de infecciones. El médico danés Peter Panum se distinguió por descifrar esto en el caso del sarampión cuando visitó las islas Feroe (ubicadas entre Escocia e Islandia) durante un brote en 1846 y descubrió que los residentes mayores de 65 años que habían vivido el brote anterior en 1781 estaban protegidos. Esta sorprendente observación ayudó a lanzar los campos de la Inmunología y la Epidemiología y, desde entonces, como en muchas otras disciplinas, la comunidad científica ha aprendido que a menudo las cosas son más complicadas.

Un ejemplo de “más complicado” es la inmunidad a los coronavirus, un gran grupo de virus que en ocasiones pasan de los animales huéspedes a los humanos: el SARS-CoV-2 es la tercera epidemia de coronavirus más importante que afecta a los humanos en los últimos tiempos, después del brote del Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SRAG) de 2002-2003 y el brote de Síndrome Respiratorio por Coronavirus del Oriente Medio (SROM) que comenzó en 2012.

Gran parte de nuestra comprensión de la inmunidad contra los coronavirus no proviene ni del SRAG ni del SROM, que han infectado a un número relativamente pequeño de personas, sino de los coronavirus que se propagan cada año causando infecciones respiratorias que van desde un resfriado común hasta la neumonía. En dos estudios separados, los investigadores infectaron a voluntarios humanos con un coronavirus estacional y alrededor de un año después les inocularon el mismo virus o uno similar para observar si habían adquirido inmunidad.

En el primer estudio, los investigadores seleccionaron a dieciocho voluntarios que desarrollaron resfriados después de que se les inoculó —o se les hizo una “prueba de tolerancia”, como se dice— una cepa de coronavirus en 1977 o 1978. A seis de los sujetos se les volvió a aplicar la prueba de tolerancia un año más tarde con la misma cepa, y ninguno se infectó, se cree que gracias a la protección adquirida con su respuesta inmune a la primera infección. Los otros doce voluntarios fueron expuestos a una cepa ligeramente diferente de coronavirus un año después y su protección fue solo parcial.

En otro estudio publicado en 1990, se inoculó a quince voluntarios con un coronavirus; diez se infectaron. Catorce regresaron para que se les inoculara la misma cepa un año después: mostraron síntomas menos graves y sus cuerpos replicaron menos el virus que después de la prueba de tolerancia inicial, en especial aquellos que habían mostrado una fuerte respuesta inmunitaria la primera vez.

No se han efectuado pruebas de tolerancia en humanos como esas para estudiar la inmunidad al SRAG y al SROM. Sin embargo, las mediciones de anticuerpos en la sangre de las personas que han sobrevivido a esas infecciones indican que estas defensas persisten durante algún tiempo: dos años para el SRAG, según un estudio , y casi tres años para el SROM, según otro. Sin embargo, la capacidad neutralizadora de estos anticuerpos —una medida de lo bien que inhiben la replicación del virus— ya estaba disminuyendo durante los periodos de estudio.

Estos estudios forman la base para una estimación bien fundamentada de lo que podría pasar con los pacientes de COVID-19. Después de ser infectados con SARS-CoV-2, la mayoría de los individuos tendrán una respuesta inmune, algunos mejor que otros. Se puede suponer que esa respuesta ofrecerá cierta protección a mediano plazo, por lo menos un año, y luego su eficacia podría disminuir.

Otras pruebas apoyan este modelo. Un reciente estudio arbitrado, dirigido por un equipo de la Universidad Erasmus, en los Países Bajos, publicó datos de doce pacientes que mostraban que habían desarrollado anticuerpos después de una infección con SARS-CoV-2. Varios de mis colegas, estudiantes y yo hemos analizado estadísticamente miles de casos de coronavirus estacionales en Estados Unidos y hemos usado un modelo matemático para inferir que es probable tener inmunidad durante un año más o menos para los dos coronavirus estacionales más estrechamente relacionados con el SARS-CoV-2, lo cual puede ser un indicio de cómo podría comportarse también la inmunidad al SARS-CoV-2.

Si es cierto que la infección crea inmunidad en la mayoría o en todos los individuos y que la protección dura un año o más, entonces la infección de un número cada vez mayor de personas en una población determinada llevará a la acumulación de lo que se conoce como inmunidad de grupo. A medida que más y más personas se vuelven inmunes al virus, un individuo infectado tiene cada vez menos posibilidades de entrar en contacto con una persona susceptible de infección. Al final, la inmunidad de grupo se vuelve tan dominante que, en promedio, una persona infectada contagia a menos de una persona; en ese punto, el número de casos comienza a disminuir. Si la inmunidad de grupo está lo suficientemente extendida, entonces, incluso en ausencia de medidas diseñadas para frenar la transmisión, el virus puede contenerse, al menos hasta que la inmunidad disminuya o nazcan suficientes personas nuevas susceptibles de contraer la enfermedad.

Por el momento, los casos de COVID-19 se han subestimado debido a las pruebas limitadas, tal vez por un factor de diez en algunos lugares, como Italia a finales del mes pasado. Si el subconteo es más o menos el mismo también en otros países, entonces la mayoría de la población del mundo (si no es que toda) todavía es susceptible a la infección, y la inmunidad de grupo es un fenómeno menor en este momento. El control del virus a largo plazo depende de que la mayoría de las personas se vuelvan inmunes, ya sea mediante la infección y la recuperación o mediante la vacunación; la magnitud de la mayoría depende de otros parámetros de la infección que aún desconocemos.

Una de las preocupaciones tiene que ver con la posibilidad de reinfección. Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Corea del Sur informaron recientemente que 91 pacientes que se habían contagiado de SARS-CoV-2 y que luego dieron negativo para el virus salieron positivos en una prueba posterior. Si algunos de estos casos, en efecto, eran reinfecciones, pondrían en duda la fuerza de la inmunidad que los pacientes habían desarrollado.

Una posibilidad alternativa, que muchos científicos creen que es más probable, es que estos pacientes tuvieron un resultado de falso negativo en medio de una infección en curso, o que la infección había cedido provisionalmente y luego resurgió. El Centro para la Prevención y el Control de Enfermedades de Corea del Sur está trabajando ahora para evaluar el mérito de todas estas explicaciones. Al igual que con otras enfermedades para las que puede ser difícil distinguir una nueva infección de un nuevo brote de una vieja infección, como es el caso de la tuberculosis, la cuestión podría resolverse comparando la secuencia del genoma viral del primer y segundo periodo de infección.

Por ahora, es razonable suponer que solo una minoría de la población mundial es inmune al SARS-CoV-2, incluso en las zonas más afectadas. ¿Cómo podría evolucionar este cuadro provisional a medida que se obtengan mejores datos? Los primeros indicios sugieren que podría cambiar en cualquier dirección.

Es posible que se hayan producido muchos más casos de COVID-19 de los que se han notificado, incluso después de tener en cuenta las pruebas limitadas. Un estudio reciente (que aún no es arbitrado) indica que en lugar de, digamos, diez veces el número de casos detectados, Estados Unidos podría realmente tener más de cien o incluso mil veces la cifra oficial. Esta estimación es una inferencia indirecta de las correlaciones estadísticas. En emergencias, tales evaluaciones indirectas pueden ser una evidencia temprana de un hallazgo importante, o casualidades estadísticas. Pero si lo anterior es correcto, entonces la inmunidad de grupo al SARS-CoV-2 podría estar construyéndose más rápido de lo que indican las cifras comúnmente reportadas.

Por otra parte, otro estudio reciente (que tampoco ha sido arbitrado hasta ahora) indica que no todos los casos de infección pueden estar contribuyendo a la inmunidad de grupo. De 175 pacientes chinos con síntomas leves de COVID-19, el 70 por ciento desarrolló fuertes respuestas de anticuerpos, pero cerca del 25 por ciento desarrolló una respuesta baja y cerca del 5 por ciento no desarrolló ninguna respuesta detectable. Dicho de otro modo, la enfermedad leve no siempre puede crear protección. De manera similar, será importante estudiar las respuestas inmunitarias de las personas con casos asintomáticos de infección por SARS-CoV-2 para determinar si los síntomas, y lo graves que sean, predicen si una persona se vuelve inmune.

El equilibrio entre estas incertidumbres se hará más claro cuando se realicen más estudios serológicos o análisis de sangre para detectar anticuerpos en un gran número de personas. Tales estudios apenas comienzan y deberían mostrar resultados pronto. Por supuesto, mucho dependerá de cuán sensibles y específicas sean las diversas pruebas: cuán bien detecten los anticuerpos del SARS-CoV-2 cuando estos estén presentes y si pueden evitar las señales espurias de los anticuerpos contra los virus relacionados.

Aún más difícil será entender lo que significa una respuesta inmunitaria para el riesgo de reinfección de un individuo y su contagio a otros. Basándose en los experimentos de los voluntarios con coronavirus estacionales y los estudios de la persistencia de los anticuerpos para el SRAS y el SROM, se podría esperar una fuerte respuesta inmunitaria al SARS-CoV-2 para protegerse completamente contra la reinfección y una más débil para protegerse contra la infección grave y así seguir frenando la propagación del virus.

No obstante, diseñar estudios epidemiológicos válidos para averiguar todo esto no es fácil: muchos científicos, incluidos varios equipos de los que formo parte, están trabajando en el tema en este momento. Una dificultad es que las personas con una infección previa pueden diferir de las personas que aún no se han infectado de muchas otras formas que podrían alterar su riesgo futuro de infección. Analizar el lugar que ocupa la exposición previa en otros factores de riesgo es un ejemplo del clásico problema que los epidemiólogos llaman “ la variable o factor de confusión”, y en la actualidad se vuelve más difícil debido a los rápidos cambios en las condiciones de la pandemia del SARS-CoV-2 que aún se está propagando.

Sin embargo, entenderlo lo más pronto posible es en extremo importante: no solo para calcular el alcance de la inmunidad de grupo, sino también para averiguar si algunas personas pueden reincorporarse a la sociedad de forma segura, sin volver a infectarse o servir de vector, y propagar el virus a los demás. Lo central de este esfuerzo será averiguar cuánto tiempo dura la protección.

Con el tiempo, se entenderán otros aspectos de la inmunidad. La evidencia experimental y estadística indica que la infección por un coronavirus puede ofrecer algún grado de inmunidad contra coronavirus distintos pero relacionados. Aún no se sabe si algunas personas corren un riesgo mayor o menor de infección por el SARS-CoV-2 debido a un historial previo de exposición a coronavirus.

Y además está la cuestión de los factores que fortalecen la inmunoamplificación: a través de una variedad de mecanismos, la inmunidad a un coronavirus puede en algunos casos exacerbar una infección en lugar de prevenirla o mitigarla. Este fenómeno problemático se conoce mejor en otro grupo de virus, los flavivirus, y puede explicar por qué la administración de una vacuna contra el dengue, una infección por flavivirus, puede a veces empeorar la enfermedad.

Tales mecanismos todavía se están estudiando en el caso del coronavirus, pero la preocupación de que puedan estar en juego es uno de los obstáculos que han frenado el desarrollo de las vacunas experimentales contra el SRAG y el SROM. La protección contra la inmunoamplificación también será uno de los mayores desafíos que enfrentan los científicos que tratan de desarrollar vacunas para la COVID-19. La buena noticia es que la investigación sobre los otros dos coronavirus ha comenzado a aclarar cómo funciona la inmunoamplificación, sugiriendo formas de evitarla, y se está llevando a cabo una extraordinaria gama de esfuerzos para encontrar una vacuna para la COVID-19, utilizando múltiples enfoques.

Se necesita más ciencia en casi todos los aspectos de este nuevo virus, pero en esta pandemia, como en las anteriores , se deben tomar decisiones con grandes consecuencias antes de que se disponga de datos definitivos. Dada esta urgencia, el método científico tradicional —formular hipótesis informadas y probarlas mediante experimentos y una cuidadosa epidemiología— es hiperacelerado. Dada la atención del público, ese trabajo está inusualmente en exhibición. En estas difíciles circunstancias, solo puedo esperar que este artículo muy pronto luzca desactualizado, ya que se descubra mucho más sobre el coronavirus de lo que se conoce ahora.

(c) The New York Times 2020

Marc Lipsitch es profesor en los departamentos de Epidemiología e Inmunología y Enfermedades Infecciosas de la Escuela de Salud Pública T. H. Chan de la Universidad de Harvard, donde también dirige el Centro de Dinámica de Enfermedades Transmisibles



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