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25 años de Los Puentes de Madison

Publicado el 22/06/20

Robert James Waller había sido profesor universitario toda su vida. Llegó a ser el decano de la Facultad de Economía de Indiana. Pero luego de décadas de labor, cuando pisaba sus cincuenta años, decidió retirarse y dedicarse a sus aficiones: la fotografía y la música. Dos años después se convertiría en un fenómeno global pero en otra rama del arte. Su libro, Los Puentes de Madison, se transformó en un best seller abrumador. Dos años encabezando los rankings con millones de copias vendidas de un texto escrito en sólo once días.

La inspiración para la obra provino de diferentes fuentes. Por un lado un viaje de Waller con un amigo para fotografiar los Puentes de Madison. Argumentalmente la novela es deudora evidente de una obra teatral de Noel Coward que luego fue adaptada al cine por David Lean como Breve encuentro. Antes de ser editado el libro, Amblin, la productora de Steven Spielberg, compró los derechos cinematográficos por 25 mil dólares. Algo habitual en Hollywood; una apuesta que se convirtió en un gran negocio.

La novela fue un éxito fenomenal y la adaptación cinematográfica se convirtió casi en una obligación. Spielberg quería dirigirla. Mientras se terminaba el guión eligió al protagonista masculino: Clint Eastwood. Kincaid en la novela parecía haber sido descripto mirando una foto de Eastwood aunque el actor era más grande. En realidad, Waller se describió a sí mismo (al menos como él se veía).

Eastwood aceptó de inmediato la invitación de Spielberg. Mantenían una relación de amistad desde principios de los setenta pero la primera vez que iban a trabajar juntos en cine (Clint había dirigido un capítulo de las Historias Asombrosas televisivas en 1985). Eastwood exigió ser, también, coproductor. Pero Spielberg fue absorbido por La Lista de Schindler. Ese proyecto le llevó mucho más tiempo que el calculado.

Spielberg buscó otro director. Sidney Pollack se mostró interesado y empezó a trabajar. Pero Pollack no quería saber nada con Eastwood; su actor era Robert Redford. Después de varios meses Redford y Pollack se retiraron de la película que otra vez quedó vacante.

La historia seducía a varios nombres rutilantes. El éxito del libro era tan grande que se volvía evidente que la película iba a funcionar en taquilla. El siguiente en tomar el mando fue Bruce Beresford que venía de ganar el Oscar con Conduciendo a Miss Daisy. Eastwood volvió a ser el protagonista. El physique du rol perfecto para Kincaid aunque los papeles románticos no fueron lo habitual en su carrera. Muy pronto Eastwood y Beresford colisionaron. El guión que prefería el director era más fiel a la novela que el que había escrito Richard LaGravenese y prefería el actor.

La gran disputa, sin embargo, era por el papel protagónico femenino. Beresford quería a Lena Olin o a Isabella Rosellini. Eastwood clamó por Meryl Streep. Luego de varios tironeos y de ofertas a otras actrices, llegó la propuesta a Meryl que la rechazó. Los rumores indican que el motivo fue que no podía admitir no haber sido la primera opción. Beresford también se fue y los directivos de Warner le ofrecieron la dirección a Clint. Él pidió 24 horas para responder. Viajó en un avión del estudio a ver unas locaciones, se aseguró de que el guión sería el de LaGravane, llamó a Meryl Streep, y exactamente un día después aceptó.

Habían pasado 22 años desde la última película de Eastwood como director con un cariz romántico, Interludio de amor protagonizada por William Holden.

Meryl aprovechó estas idas y vueltas para exigir un salario de cuatro millones de dólares y un porcentaje de los beneficios.

La película se convirtió, también, en un éxito. Y de a poco se consolidó como un clásico.

El film es muy superior al libro. La historia es similar pero en el camino quedaron todas las líneas sentenciosas, las frases de sobrecito de azúcar, la efusividad extrema y algo afectada. El libro es directo, sin lecturas entrelíneas, repleto de pasajes cursis.

Cuando la pareja tiene sexo, Kincaid susurra al oído de Francesca: “Soy el camino y un peregrino y todas las velas que fueron al mar”. ¿Alguien en su sano juicio puede imaginar a Eastwood diciendo este parlamento (y lo que es peor: diciéndolo desnudo)? El estilo seco y controlado de Clint potenció la historia. Convirtió a los personajes en queribles y verosímiles. Es más: por momentos uno piensa que hasta podría haber sido una película muda.

La otra gran decisión fue cambiar el punto de vista. La novela está construida desde el punto de vista del fotógrafo mientras que la película la vemos desde la perspectiva de Francesca. Estos cambios (más algunos otros: como la inclusión de los hijos ya mayores que van descubriendo la historia de la madre junto al espectador) fortalecen la historia, hacen que encuentre su verdadero tono.

A Eastwood nunca le gustó demasiado el estilo del libro, la voz solemne de la novela. Y con su habitual falta de vueltas lo dijo alguna vez. Cuando estaba filmando Medianoche en el jardín del bien y del mal (basada en una novela de John Berendt) hizo una distinción que no admite doble lecturas: “El libro de Berendt es más inteligente, está mucho mejor escrito que el de Robert James Waller cuya prosa es demasiado florida”. Lo que lo atrapó fue la simpleza de la historia, su universalidad. Un encuentro posible entre dos personas que se descubren, que se dan cuenta de que su vida no terminó.

Es una historia de amor. Una gran historia de amor de cuatro días de duración. Kincaid es un trotamundos, solitario, fotógrafo de National Geographic, que retrata lugares, el alma de diversos lugares, con su cámara. Francesca es una ama de casa, que pasó los cuarenta años, con una vida monótona. De origen italiano, está casada desde el final de la guerra con un granjero de Iowa, un buen hombre y trabajador. Francesca postergó sus sueños. Y durante un fin de semana de 1965 en que su esposo y sus hijos se van a un feria estatal, ella conoce a Kincaid.

La película se toma su tiempo. Dura más de dos horas. Pero parece la única manera de mostrar ese romance, de ver como aparece la atracción, cómo se enciende el amor. Para hacernos ver que ese amor de cuatro días es para toda la vida. “Es una historia que no podés apurar, que hay que mostrar casi en tiempo real. Si no se corre el riesgo de quedarse sólo con el esqueleto de una historia, con una historia muerta”, declaró Eastwood. Era la única manera de ver el conflicto interno de Francesca, sus dudas, sus temores, la manera en la que sopesa los riesgos, la ansiedad.

Las miradas, el primer roce, las risas, el baile lento en la cocina mientras en la banda sonora canta Johnny Hartman. Nada está subrayado. Los actores esquivan el exhibicionismo y la magia entre ellos ocurre gracias a esa contención. El desafío estaba en transmitir el amor y la pasión sin caer en el erotismo explosivo del Hollywood de los noventa. Acá todo es más pudoroso y contenido.

Clint Eastwood tomó una decisión clave para que esto suceda. Decidió ensayar muy poco en la etapa previa a la filmación. “Soy del linaje de John Ford y de Howard Hawks: intento que las cosas sucedan en la pantalla”, suele decir. Y diseñó el rodaje en forma cronológica. Cada escena se filmó en el orden en que aparece en la película. Supuso, con razón, que la evolución de ese vínculo entre los personajes sucedería también entre las dos estrellas.

Meryl Streep está contenida, pone por delante a Francesca que a su lucimiento personal. Eso produce un efecto de verdad, conmovedor. Eastwood hace lo de siempre. No hace ni una de más. Pero si uno se pone a repasar las escenas advierte que se enamora, besa, se apasiona, ríe, baila. Una gran actuación.

Streep cuenta que en la escena de la despedida en la cocina en la que Kincaid comienza a llorar, ella le reprochó a Clint haberse dado vuelta, haberle dado la espalda a la cámara. Le dijo que desperdiciaba una gran oportunidad para lucirse como intérprete. Clint la miró y respondió: “Es mucho mejor para la película que Kincaid oculte su llanto”.

Eastwood reconocido por Harry el sucio, por la Trilogía del Dólar de Sergio Leone y por los papeles de acción, sorprendió en este rol romántico. “A la gente le gusta encasillarme. Pero hice los Harrys, los westerns, las películas de acción, comedias. Creo que pasé por casi todos los géneros. ¿Por qué no le exigen a Dustin Hoffman que siempre haga El Graduado?”.

La película tuvo que sortear un inconveniente más antes de su estreno. La calificaron como R (Restricted). Lo que reducía sensiblemente el posible público. El motivo fue porque en un momento Kincaid dice Fuck no como insulto sino en su acepción sexual. Eastwood apeló y triunfó. El film fue recategorizado como para mayores de 13 años (PG 13) y batió un modesto récord: fue el primero en contener esa palabra y no ser R.

El lector que llegó a este punto, que surcó tantos párrafos anteriores, lo hizo exclusivamente para leer lo que sigue, para rememorar la escena que todavía le estruja el corazón, que lo hace estremecer cada vez que la recuerda o la vuelve a ver. Acá tendría que ir el disclaimer de spoiler. Pero no lo habrá. Y los motivos son dos. Por un lado lo que motiva esta nota es el aniversario número 25 del estreno de la película: ya pasó demasiado tiempo. Por el otro, esta escena es el corazón de la película.

Ellos, los amantes, ya se despidieron. El marido ya volvió de su paseo. El matrimonio hace compras en el pueblo. Cae un diluvio. Francesca sale de un local y entra apurada a la camioneta. Espera que vuelva su marido. De pronto reconoce la camioneta de Robert Kincaid. Él baja y se para en medio de la calle mientras la lluvia cae sobre él. La mira, empapado. Se miran. Fijo. Él debe estar llorando pero no lo sabemos con certeza por culpa de la lluvia. Luego sonríe, resignado, y vuelve a su vehículo. Francesca se estremece. Pero regresa el marido y se recompone. Nadie habla. Las dos camionetas, cuando parece que se alejan, vuelven a acercarse. Los detiene un semáforo. Adelante, Kincaid. Detrás, pegada, Francesca. Ve cómo Kincaid saca de la guantera un colgante de ella y lo cuelga del espejo retrovisor. La lluvia sigue cayendo. La luz de giro titila. El semáforo cambia y le da paso. Pero Kincaid no arranca. El marido de Francesca, ignorante de lo que sucede, no se impacienta, espera con ese respeto cívico de los pueblos del interior norteamericano. Francesca, duda, se debate, ahora la tormenta también ocurre dentro de ella. Aferra la manija de la puerta. La aprieta muy fuerte y de a poco la va girando. ¿Se va a bajar? ¿Abandonará a su marido por su amante? ¿Será capaz de dejar a sus hijos? El marido se cansa y toca bocina. Son segundos de quietud pero parecen horas mientras la mano sigue bajando el picaporte. Pero nunca termina de hacerlo. Kincaid arranca. La camioneta con el matrimonio de Francesca gira hacia otro lado. Ella se contorsiona en el asiento del acompañante. Sigue con su vida y con su familia.

La redacción de la revista National Geographic llegó a recibir más de 10 llamados diarios preguntando por Robert Kincaid. Las existencias del número de mayo de 1966, en el que se muestra en la película, se agotaron retrospectivamente. La desilusión se instalaba en los compradores cuando descubrían que el ejemplar traía en la tapa un reportaje fotográfico sobre el Puente de Golden State y no sobre los Puentes de Madison. Aún cuando los empleados de la revista le aseguraban a los que llamaban o se acercaban que Kincaid era un personaje ficticio, la gente se resistía a creerlo.

Los Puentes de Madison fue un suceso de taquilla. Al cumplirse un cuarto de siglo de su estreno, la película sigue manteniendo su fuerza. Se convirtió en un clásico moderno. En eso, en su perdurabilidad, también superó al libro.

Los puentes de Madison es una película que nos muestra lo que el personaje de Francesca dice en off, que “el misterio del amor es puro y absoluto”.

FUENTE: INFOBAE



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