El consentimiento ha caído en Francia como una bomba. Se trata, como ustedes seguramente saben, del testimonio de una mujer que en 1986, siendo ella una colegiala de catorce años, fue seducida por un escritor de cincuenta. Hasta aquí, puede parecer una anécdota; dolorosa, por cómo marcó la vida de ella –depresión, anorexia, episodios psicóticos…–, pero un simple asunto personal… si no fuera que el MeToo nos ha abierto los ojos sobre el carácter sistemático de los abusos sexuales.
Añádase, en el caso que nos ocupa, el perfil de sus protagonistas: él, Gabriel Matzneff, autor de culto y pedófilo confeso; ella, Vanessa Springora (París, 1972), hoy una conocida editora… El público se ha precipitado sobre el libro –65.000 ejemplares vendidos en pocos días–, los debates se multiplican en la prensa, mientras la intelectualidad parisina, que durante décadas le rió las gracias a Matzneff, calla, digiriendo su mea culpa.
Hasta ahora, en todos los asuntos comparables (Neruda, Polanski, Woody Allen…) solo habíamos escuchado la voz del –presunto o confeso– violador, a priori adorado por el público dada su aura como artista. Si alguna obra aislada daba voz a la víctima, se trataba de un personaje de ficción (como la imaginaria hija de Lolita en la novela de Lola López Mondéjar Cada noche, cada noche ) o de personas reales pero no famosas: en varios de sus libros, Christine Angot narra el incesto perpetrado por su padre. En cambio, El consentimiento tiene todos los ingredientes para dar un aldabonazo en la conciencia social, y lo está dando.
Actitud de la policía
Cuando cartas anónimas advierten a la Brigada de Menores de lo que está pasando, la policía se limita a una visita cortés
Sobrio, sereno y factual, el relato de Springora no tiene nada de sensacionalista, y aun así es impactante. Retrata a un hombre culto, refinado, seductor, que se lleva a la cama a niñas y niños de catorce, doce o diez años, ya sea seduciéndolos, en París, o pagando, en Manila, y se jacta de ello. Que reivindica la pedofilia en libros como Les moins de seize ans (Los menores de dieciséis años, 1974) o sus diarios. Que pone incluso al descubierto su estrategia: es conveniente, indica por ejemplo, elegir a menores de familias desestructuradas.
Era el caso de Springora. Su padre se había desentendido de ella (parten el corazón las escenas de la niña “llorando durante horas al teléfono” sin conseguir hablar con él); su madre, agobiada por la responsabilidad de cuidar ella sola a la hija y trabajar para mantenerla, tampoco le hacía mucho caso. Tras el choque inicial, una y otro aceptan la situación, que a fin de cuentas les conviene: un adulto ha tomado a la niña bajo su “protección”…
Era delito, claro, pero nadie molesta a Matzneff. Si cartas anónimas advierten a la Brigada de Menores de lo que está pasando, los policías se limitan a hacerle una visita cortés, muy honrados de poder saludar al gran hombre. Cuando en 1990, Pivot le invita a Apostrophes, anfitrión e invitados acogen el relato de sus hazañas pedófilas con risitas, entre el escándalo y la admiración embelesada.
Solo una extranjera, la periodista quebequesa Denise Bombardier, le planta cara: “Los señores mayores atraen a los niños a la puerta de los colegios ofreciéndoles caramelos. Usted lo hace con su reputación. En América estaría usted en la cárcel”. Desconcertado y ofendido, Matzneff le replica con arrogancia que no tiene derecho a formular sobre su diario un juicio moral, sino solo estético. En los días siguientes Bombardier es insultada por la crème de la intelectualidad francesa: Philippe Sollers la llama públicamente “mal follada”. Y es que al calor del “prohibido prohibir” de Mayo del 68, hacía tiempo que circulaban manifiestos y cartas abiertas en favor de la despenalización de las relaciones sexuales entre adultos y menores, firmados por nombres de tanto peso como Barthes, Deleuze, Beauvoir, Sartre o Glucksmann. Hay que decir que Duras, Cixous, Foucault, entre otros, negaron su apoyo.
Aunque El consentimiento es, como digo, un libro que nos golpea de la primera página a la última, para mí su escena capital es una visita que la autora le hace a Cioran. Ella acaba de descubrir que Gabriel tiene otras lolitas; se lo reprocha y él le contesta con desprecio (como explicó en Apostrophes, Matzneff piensa que las niñas son encantadoras, hasta que se vuelven “histéricas y locas, como todas las mujeres”).
Deambula llorando por París, se encuentra frente al domicilio del famoso filósofo, y recordando que es amigo y mentor de Gabriel, se presenta en su casa. ¿Y qué le dice Cioran? Que Matzneff es un “grandísimo escritor”, que es “un honor” que la haya elegido, y que debe “plegarse a sus caprichos”. La esposa de Cioran (una actriz que dejó el cine para dedicarse a su marido) asiente en silencio.
“¿Qué valor tiene la vida de una adolescente anónima comparada con la obra literaria de un ser superior?”, comenta Springora, sarcástica. Y esa es la principal aportación de su libro: poner de relieve hasta qué punto el mito del Gran Hombre es el último bastión, la suprema coartada, del patriarcado. Acabar con él es toda una revolución pendiente.